Toda obra literaria contribuye a
la construcción de la identidad, pero determinados autores expresan
directamente cuál es su concepción del ser argentino. Así José Hernández, en
1872 escribía el famoso “Martín Fierro”, ícono de la literatura gauchesca,
adoptada como propia por el pueblo rioplatense y calificada como notablemente
popular. María Teresa Bella y Jordi Estrada introdujeron la edición del año
1960 y la definieron como la “máxima expresión literaria del ser nacional
argentino”. Allí detallaron las enormes distancias y lejanías que
caracterizaban al territorio nacional y al gaucho como el “tipo humano
característico de estos paisajes en el siglo XIX”.
Por otro lado, Hernández advierte
que el gaucho, como tal, está destinado a desaparecer en la sociedad argentina
de fines del siglo XIX, aunque no de manera total, porque este personaje real,
a pesar de sus defectos, representa la creación de la Nación Argentina:
"ese tipo original de nuestras pampas, [...] al paso que avanzan las
conquistas de la civilización, va perdiéndose casi por completo".
En la actualidad, el gaucho es
visto como la máxima expresión de la argentinidad, pero en la época que
describe José Hernández, éste era denigrado, discriminado, esclavizado, tomado
como un borracho y vago, como el último escalón de la sociedad. Esto da cuenta
de cómo se va transformando la concepción del ser argentino a través del tiempo
y de la necesidad de la historicidad en la construcción de la identidad. En
“Decí que el Carozo es un tipo de recursos” deja de lado esta historicidad y
toma como elementos fundamentales al fútbol, las reuniones entre amigos y la
vida de barrio. Así como la identidad nacional se fue forjando a través de
luchas entre clases, revoluciones y crisis, el cuento revaloriza la amistad
como valor indiscutido en esta construcción.
Roberto Fontanarrosa, autor
contemporáneo, contribuye a la construcción de la identidad a lo largo de todas
sus obras, mostrando implícita o explícitamente, actitudes, costumbres,
personajes y descripciones característicos de nuestro país. Un claro ejemplo es
el cuento “El mundo ha vivido equivocado, publicado en el año 1982.
Relata una conversación entre dos
amigos que fantasean cómo sería su día perfecto. La clave del mismo son los
lujos y las mujeres: debería transcurrir en un hotel 5 estrellas de una isla
del Caribe, con catamaranes, pianistas negros y tragos extravagantes y hasta
expresan que si “tenés guita, qué más querés”, “no como acá”. Fantasean con una
mujer europea, que fuma cigarrillos marca Gitanes, es rubia, “es una mina de
ésas de James Bond, de ésas bien de las películas. Un aparato infernal.
Digamos, todo el hotel es de las películas. Con piletas, piscinas, par¬ques,
palmeras, cocoteros, playa privada”.
Constantemente marcan que no es
una mujer argentina, por diversas actitudes que tiene y decisiones que toma,
como por ejemplo que va a tener una respuesta afirmativa frente a la invitación
porque “está en el gran mundo internacional y sabe lo que quiere”. Hace
referencia a personajes norteamericanos o europeos, como Jaquelín Bisset,
Robert Mitchum, Romy Scheneider, Catherine Deneuve, Ornela Vanoni y Farrah
Fawcett; nombres que, aunque el lector desconozca, puede percibir que no son
argentinos.
También marca el deseo constante
de tener la razón en todo o, por lo menos, opinar simulando tener conocimiento
de todo. Por ejemplo, al contar que la mujer de la cual se está hablando, se
besaría con un hombre pero “viste como son los yanquis, se besan por cualquier
cosa” o que “los yanquis, los ingleses por ahí ven una mina que es una bestia
increíble y no se les mueve un pelo. Ni se dan vuelta. No dan bola. No son
latinos”. O, al comienzo del cuento, cuando opinan sobre una isla que ni
siquiera están seguros de que exista. O cuando afirman que “la mina habla en
voz baja, como se habla en esos ambientes internacionales”. El remate de la
historia también es característico de esta necesidad de los protagonistas, que
podría trasladarse a la de los argentinos, cuando Hugo afirma que “El mundo ha
vivido equivocado”, frase que nombra al relato y que explica una teoría del
personaje pero, sobre todo, hace alusión a este modo de pensar; aunque mi
pensamiento difiera del que tiene el resto del mundo, yo soy el que tiene la
razón.
Por otro lado, el relato está
colmado de expresiones argentas, como “grone”, “mina”, “chamuya”, “boludeces”,
“dar bola”, “macho”, “calentarse”, “estar duro tipo”, “hacerse el bocho”,
“apoliyo”, “puchos”, “mate” (cabeza), “la puta que lo reparió”, “te cagó”, “te
la atracás”, “junar”, “te cagás en las patas”, “garpar”, “pilcha”, “morfar” y
hasta en el momento en el que lograría hablar con la mujer, festejan con un
“¡Vamos Argentina todavía! ¡Se viene abajo el estadio!”; características de
nuestra forma de hablar que no permiten que nos olvidemos de que, si bien los
fantasías transcurren claramente en otro lugar, son sólo una utopía y los
soñadores permanecen físicamente en el bar El Cairo, sito en la calle Santa Fe
de Rosario.
Así como en este cuento se
utiliza el lunfardo y el lenguaje coloquial, Sacheri hace lo mismo en su
cuento. Ambos escritores apelan a este lenguaje para lograr una cercanía con el
lector a través de la identificación con los personajes. Por el contrario, Fontanarrosa
expone en su cuento cómo nos ven los de afuera en relación a cómo nos vemos
nosotros mismos en pos de contribuir a la construcción de la argentinidad,
aspecto que Sacheri deja de lado. Aparece, una vez más, esta autodenigración de
la que habla Jauretche, de valorar lo ajeno y no lo propio.
El cuento “Decí que el Carozo es
un tipo de recursos” fue publicado en el año 2001, antes de que estallara la
crisis económica y social más grande que sufrió nuestro país. Fue escrito en el
período neoliberal de los 90, época de significativas privatizaciones de
empresas estatales, reducción del gasto público, aumento de la deuda externa a
casi 100 mil millones de dólares, implementación del plan de convertibilidad;
provocando altos niveles de desempleo y que más de un tercio de su población
estuviera sumida en la pobreza.
Entre el 19 y 20 de diciembre de
2001, los argentinos salieron a la calles haciendo sonar sus cacerolas y
cantando “que se vayan todos”, una consigna que resumía el hartazgo con la
dirigencia política y los funcionarios de gobierno. A su vez, en medio de una
situación social desesperante, muchedumbres saqueaban de supermercados y 39
personas murieron a causa de la represión policial. Así, en sólo doce días,
cinco presidentes pasaron por la Casa Rosada. Si bien el cuento fue escrito
antes de este estallido, ambos son productos de construcciones que se venían
gestando hacía décadas. Las políticas de gobierno que se llevaban a cabo hacía
30 años, promovían la construcción de un imaginario colectivo de desprecio de
la industria argentina y de sobrevaloración del producto importado, tanto de
“consumo” material como cultural. Emigrar a países “desarrollados” era el único
modo de progreso que veían los argentinos en esa época. En el exterior se
proyectaba el progreso eterno, es así que el protagonista del cuento analizado,
Coqui, tomaba la decisión de irse a estudiar a una universidad de California,
porque “mirá cómo están las cosas acá, no hay laburo, no hay un mango, decime
para qué carajo me maté estudiando todos estos años”, les decía a sus amigos
cuando les daba la noticia.
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